Una guerra contra las mujeres

EULOGIA MERLE, imagen.

Publicado en El País

Por AZAHARA PALOMEQUE

10-3-22

En La guerra no tiene rostro de mujer cuenta la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich cómo las mujeres soviéticas que combatieron durante la Segunda Guerra Mundial fueron ninguneadas y humilladas al regresar de la contienda en una doble vertiente: por una parte, sus esfuerzos para contribuir a la victoria, desde puestos que iban de enfermera a francotiradora, jamás obtuvieron un reconocimiento público, como sí lo hicieron los de sus compañeros varones; por otra parte, se les negó incorporarse a la vida cotidiana asumiendo roles tradicionalmente femeninos. La lid era cosa de hombres, y a ellas no les correspondían ni las medallas ni los homenajes de Estado, de la misma manera que tampoco podían convertirse en buenas madres o esposas tras haber vivido tan cerca la muerte —incluso causándola—, y cuestionarse su decencia después de pasar meses en el frente rodeadas de señores con necesidades sexuales que, en teoría, ellas habrían satisfecho. Hablando en plata: eran todas unas putas. Entre la puta y el ángel del hogar oscilaban los únicos papeles sociales concebibles, uno más aceptado que otro; su labor bélica, decisiva en la reconfiguración geopolítica que dio lugar a la Guerra Fría, simplemente se consideraba inadmisible. A ellos, por supuesto, les brotaron los laureles.

Han transcurrido 80 años y varias olas del feminismo desde entonces. Los tiempos —se dice— han cambiado, algunos hasta aseguran que avanzan, pero el desarrollo de la guerra en Ucrania, instigado por Putin con el apoyo de la vecina Bielorrusia, a cuyo régimen autoritario la premio Nobel Alexiévich se ha opuesto en numerosas ocasiones, está provocando un tratamiento mediático que se retrotrae nostálgicamente a la heroicidad viril de las grandes conflagraciones del siglo XX y recrea, de manera anacrónica, un imaginario limitado de funciones posibles de acuerdo a arquetipos de género que creíamos obsoletos. Las casillas disponibles, por cuya diversidad se ha luchado extensamente en este milenio, han quedado reducidas a los actantes que impone la contienda, mientras se refuerza un belicismo pernicioso que parece esgrimirse con la intención de reordenar los marcos de significado y construir una opinión pública cada vez más favorable al exterminio mundial.

De esta forma, el pacifismo se descarta por ingenuo o rusófilo, adscrito a un partidismo falaz —¡Podemos!, gritan, aunque asomen voces afines por toda Europa—, los matices se desvanecen y se irguen desde los escombros figuras que merecerían nuestro aplauso. Zelenski, el presidente de Ucrania, hace acto de presencia en tono verde camuflaje, cercano a la gente, como el mejor remake del primer Fidel Castro, el de la libertad prometida a los pueblos oprimidos. En la televisión, se procede también a la hagiografía de Klichkó, el alcalde de Kiev, reconocido campeón de boxeo y en posesión de un doctorado; es decir, epítome del equilibrio perfecto entre cuerpo y mente, frente a la masculinidad irracional de Putin. En ambos ucranios se juega no sólo el futuro de su país, sino el de una presunta batalla global al más puro estilo colonial entre la barbarie y la civilización, donde ellos son protagonistas y su legitimidad queda consolidada por las armas. Ellas, las ucranias, se representan en su maternidad como cuidadoras incansables, pero relegadas a un segundo plano; víctimas indefensas, se congregan en la etiqueta conjunta “mujeres y niños”; nunca adultas, excepto cuando son carne de cañón, se las cree listas para ejercer la prostitución. Así, a grandes rasgos, se está elaborando el discurso hegemónico de esta guerra “justa” donde los valores supuestamente democráticos deberían prevalecer untados de la desigualdad intrínseca a esos rostros de mujer, puro afecto o sexualizados, mientras la política se dirime desde la mira de un rifle.

Si algo se puede inferir de la lid en marcha es un retroceso generalizado que afecta a nuestra manera de pensar el mundo —ahora casi irrevocablemente fragmentado en dos bloques compactos— y, con ello, a un feminismo que se ha apropiado de categorías históricamente secundarias, feminizadas, para reivindicarlas como imprescindibles en el funcionamiento de la vida. El problema no es tanto el llanto desconsolado de una madre que huye de los bombardeos con su bebé en el regazo, sino que no se elabore un andamiaje político que abrace la vulnerabilidad inexorable a todos para implementar más medidas de corte social en lugar de fomentar la compraventa de material defensivo. El problema, por ejemplo, tampoco es la tan manida asociación entre la fecundidad femenina y la capacidad de la tierra para engendrar alimentos con los que nutrirnos, sino que no se haya aprovechado esa relación sumamente criticada para promover la práctica ecologista y librarnos de la dependencia fósil que se encuentra en el núcleo mismo del conflicto. A cambio, un militarismo patriarcal ha copado buena parte de los espacios informativos y las conversaciones de líderes mundiales que se han lanzado a ampliar los presupuestos de defensa con el fin de prepararse para una nueva carrera armamentística. Significativos son los casos de Estados Unidos, que batió el récord de su historia; de China, donde el incremento será de un 7,1%, y de Alemania, país que, en cuestión de días, ha pasado de ser reticente a las sanciones contra Putin por la alta dependencia del gas ruso a querer duplicar su partida militar en los próximos años. Si imaginamos la política como una forma de guerra, como necropolítica, en palabras del filósofo Achille Mbembe, debemos juzgar este rearme internacional como síntoma de un paradigma en el que la muerte reina sobre todas las cosas, a veces incluso en nombre de la paz, pero desde luego jamás en el de la igualdad de género.

Sin embargo, no se trata únicamente de la regresión a un universo polarizado en que el ardor guerrero predomina sobre imaginarios alternativos menos inicuos; ni siquiera de que se esté alentando desde casi todos los flancos una posible intervención de la OTAN que acabaría con una mayoría de la población convertida en cenizas; no es mero asunto de representatividad ni de falta de participación política o liderazgo de la mujer; más bien de que todo lo anterior se sumará a una crisis económica descomunal marcada por la inflación y el riesgo de desabastecimiento de materias primas de la que las mujeres saldrán mucho peor paradas porque ya ocupan un peldaño inferior a los hombres en la distribución de la riqueza. Partiendo de una situación perjudicial para muchos, todo apunta a que la precariedad vigente, feminizada, va a exacerbarse en cuanto que la contienda monopoliza los esfuerzos económicos de los Estados y nosotras, junto a otros colectivos vulnerables, caemos del lado de lo que no importa. Por eso es más necesario que nunca un feminismo inclusivo, pacifista y ecologista que pueda poner freno a las derivas bélicas cada vez más desbocadas y sitúe el foco de nuevo en la vida; que destaque los derechos humanos y recuerde a Josep Borrell que no constituyen el “cuento de las mil y una noches”, como afirmó recientemente, sino el acuerdo surgido de una masacre monumental; que alce la voz y el cuerpo y la inteligencia que nos están robando. Eso sí que sería heroico. Lo contrario superaría la invasión de Ucrania; sería una guerra abierta contra las mujeres, y esta vez sí queremos tener rostro: para pararla.

Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (RIL editores).

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