por Isaías Lafuente, (publicado e El País, 1/12/2021, y en Asturias Laica).
El 1 de diciembre de 1931, hace 90 años, muchas mujeres españolas vivieron con el corazón en un puño. Apenas habían tenido tiempo de celebrar el logro histórico del sufragio cuando fueron sacudidas por un último y desesperado intento para forzar su aplazamiento. Apenas 60 días duró el sueño añorado durante 120 años, los que transcurrieron desde la aprobación de la Constitución de Cádiz, que situó a las mujeres al mismo nivel que los incapaces y los niños y que no les permitió siquiera asistir a los debates parlamentarios desde la tribuna de invitados.
Ese día las Cortes Constituyentes de la Segunda República discutían los últimos flecos de la Constitución, una reunión de trámite. El artículo 34, que consagraba el sufragio universal, ya había sido aprobado el 1 de octubre gracias al tesón de Clara Campoamor, que consiguió desbaratar los argumentos de quienes creían que las mujeres españolas no deberían votar. Unos pensaban que nunca, porque eran seres histéricos carentes de la imprescindible serenidad para ejercer este derecho. Es lo que defendió el diputado Roberto Novoa Santos, cuya consideración sobre las mujeres ya había quedado patente en 1908 cuando publicó un tratado cuyo título no dejaba dudas: La indigencia espiritual del sexo femenino. Manuel Hilario Ayuso llegó a plantear que esa incapacidad era reversible y desaparecía con la menopausia, por lo que las mujeres podrían votar a los 45 años mientras los hombres lo harían a los 23.
Otros parlamentarios creían que las mujeres no debían votar “de momento”, porque no estaban preparadas, porque estaban sometidas a la influencia de la Iglesia, un influjo que derechizaría la República y la pondría en peligro. La diputada Campoamor actuó como voz de la conciencia de aquellos diputados que habían prometido el sufragio en la campaña electoral, pero se echaron para atrás llegada la hora del compromiso; de aquellos “seudoliberales”, así los calificó, tan preocupados por la influencia de la Iglesia y que nada hicieron durante el siglo XIX por liberar a las mujeres de esas cadenas. “No podéis construir una república democrática ignorando a la mitad de la ciudadanía”, les dijo.
Clara Campoamor se vio abandonada en el empeño por sus compañeros del Partido Radical, que la dejaron sola, y por los miembros de los grandes partidos republicanos: la Acción Republicana liderada por Manuel Azaña y el Partido Radical Socialista en el que militaba Victoria Kent. Pero consiguió sacar adelante el sufragio gracias a otras formaciones, especialmente el PSOE, que aportó más de la mitad de los 161 votos con los que se aprobó el artículo.
Pero aquellos que votaron contra el sufragio vieron una oportunidad para reconducir su frustración cuando los partidos de la derecha no republicana que había apoyado a Campoamor abandonaron el Congreso tras el debate de la cuestión religiosa. A finales de noviembre registraron tres propuestas de disposición transitoria para graduar el sufragio femenino: ellas podrían votar primero en las elecciones municipales para, al cabo de un tiempo, hacerlo en unas generales. Al conocer la noticia, un centenar de mujeres se presentó en el Congreso para hablar con su presidente, Julián Besteiro, y entregarle un escrito en el que pedían a los diputados “una lección de ética política para mantener lo que ya habían votado”. La joven periodista Josefina Carabias narró la escena con detalle y describió el nerviosismo de los ujieres y la galantería de un diputado que se preguntaba: “Siendo tan guapas, verdaderamente no sabe uno para qué quieren votar”.
El debate del 1 de diciembre fue intenso.(1) Finalmente, se discutió solo una de las tres enmiendas. El diputado que defendió el aplazamiento, Matías Peñalba, pidió a las mujeres paciencia y se dirigió a los diputados socialistas preguntándoles si no serían los comunistas quienes se aprovecharan del voto de la mujer. Ya no eran los curas, ahora eran los comunistas… El socialista Manuel Cordero se mantuvo firme en la defensa del sufragio “aun pensando que en los primeros tiempos pueda sernos negativo”, dijo. Clara Campoamor ya había agotado todos los argumentos para defender el sufragio. Pero encontró uno, definitivo y provocador: “Ya no vengo a defender el voto de las mujeres, eso ya pasó; vengo a defender la Constitución”. El mensaje era claro, no era legítimo que aquellas Cortes condicionasen mediante una disposición transitoria lo que ya había sido consagrado en la Constitución.
La votación fue apretada. La ausencia de los partidos de derechas había modificado los equilibrios. Finalmente, por un estrecho margen de cuatro votos, 131 frente a 127, el sufragio se mantuvo. Solo cuatro votos de diferencia. De nuevo, los 74 votos aportados por el PSOE fueron cruciales. Y el dato convierte en ridículos los intentos de quienes, casi un siglo después, siguen sosteniendo por ignorancia supina o mala fe que este partido se opuso al voto femenino. De haberse perdido esa votación, las mujeres españolas no habrían votado en unas elecciones generales hasta 1977.
A partir de entonces, la historia es conocida. Con los votos de las mujeres ganó la derechista CEDA en 1933 y el Frente Popular de izquierdas en 1936. No fueron los votos femeninos sino las botas de los militares rebeldes las que acabaron con la República. Sorprende que aún hoy haya dirigentes políticos que busquen razones para justificar aquel golpe, como si prefiriesen una dictadura perfecta a una democracia que, con sus imperfecciones, no pudo madurar. Y conviene recordar momentos memorables como aquel debate del sufragio para ser conscientes de que los legítimos derechos conquistados tras décadas de lucha pueden ser dinamitados en cinco minutos.