Introducir en una mente infantil la idea de la eternidad y del infierno es una perversión que ahora nos parece imperdonable, pero que antes formaba parte de la educación cotidiana.
Quien no conoció aquellos tiempos no puede imaginar el poder que los curas ejercían sobre las vidas de casi todo el mundo, mayor cuanto más indefensas estaban las personas sometidas a ellos. Los abusos sexuales eran la consecuencia extrema de un permanente abuso político y social, una atmósfera irrespirable de tiranía eclesiástica. Cuando yo era niño se nos enseñaba que si veíamos a un cura por la calle había que acercarse respetuosamente a él y besarle la mano. Las sotanas de los curas eran tan omnipresentes en los actos oficiales como las camisas azules, los uniformes militares, los correajes y los tricornios de la Guardia Civil. Desde que teníamos seis años debíamos asistir a la catequesis obligatoria, que nos preparaba para la Primera Comunión. A los siete años ya se nos adoctrinaba sobre el pecado, el remordimiento, la culpa, el castigo sin fin de los condenados al infierno.
En las paredes de algunas iglesias había cuadros ennegrecidos en los que se veía a los réprobos ardiendo entre las llamas. Un recurso clásico del padre catequista era encender una cerilla o una vela y pedirte que acercaras un dedo a ella: lo apartabas, claro, al instante, y él afablemente se recreaba en comparar ese dolor tan breve, que sin embargo no habías podido soportar, y la duración eterna y literal que tendría si por tus pecados te condenabas para siempre.
Un niño de siete u ocho años vive todavía en un presente sin agobios, en un estado de tranquila inocencia. Introducir en una mente como ésa la idea de la eternidad y del infierno es una perversión que ahora nos parece imperdonable, pero que entonces formaba parte de la educación cotidiana, como los castigos físicos y como el sacramento sombrío de la confesión, tan prematuro para la conciencia de un niño que a la mayor parte de nosotros nos costaba trabajo idear pecados convincentes. Sobre todo nos daba miedo acercarnos a la penumbra del confesionario, a la cortina granate o a la celosía detrás de la cual se veía una cara pálida y se escuchaba una voz inquisitiva y oscura, acompañada a veces por un aliento a tabaco. Había que estar de rodillas, la cabeza inclinada, las manos juntas, los codos apoyados en un reborde de madera muy gastada por tantos roces eclesiásticos. Hacia los 12 años la confesión cobraba otro tono, contaminado ya de culpa y vergüenza sexual, de ignorancia y miedo, porque nadie nos había explicado los cambios que estaban sucediendo en nosotros, aunque sí se nos advertía severamente sobre las consecuencias terribles, físicas y morales, de los pecados que ahora nos costaba tanto confesar: ahora la voz en la penumbra hacía preguntas más detalladas, con una curiosidad en la que detectábamos algo torcido y viscoso. Si no confesabas y te atrevías a comulgar en pecado, estabas cometiendo un sacrilegio cuyo castigo era el infierno. Había que decir “he pecado contra la pureza”, o “he pecado contra el sexto mandamiento”. Y entonces venían las preguntas: “¡Cuántas veces?”. “¿Solo o con otros?”.